Los marcos no se ven ni se oyen. Forman parte de lo que los científicos llaman el “inconsciente cognitivo”; se trata de estructuras de nuestro cerebro a las que no podemos acceder de manera consciente, pero que conocemos a través de sus consecuencias: la forma en que razonamos y lo que consideramos sentido común. También reconocemos los marcos en el lenguaje, ya que todas las palabras se definen en relación con un marco conceptual. Cuando oímos una palabra, su marco (o conjunto de marcos) se activa en nuestro cerebro.

George Lakoff, No pienses en un elefante, trad. Paula Aguiriano Aizpurua (Ciudad de México: Ediciones Culturales Paidós, S.A. de C.V., 2018), 11.

Diría Howard Zinn [cfr. “Secrecy, archives and the public interest”, The Midwestern Archivist 2 (1997): 14-26], si viviera, que a cualquiera puede preocuparle el estado del lenguaje y la comunicación política en nuestro país. Enfoquémonos desde ya en los últimos debates legislativos. Ver a uno de los honorables diputados del Congreso preguntar cuál vulva vale más, si la de una lesbiana o la de su hija heterosexual, necesariamente conduce a plantearse preocupaciones mayores: por ejemplo, si somos como somos porque tenemos el Congreso que tenemos, o si el Congreso es lo que es porque nos tiene a nosotros; o, más allá, si realmente la conversación en torno a las leyes que encarrilan la conducta social debe partir de los marcos naturalmente sesgados que sobrevuelan el discurso público, o si acaso hay espacio para situarnos en planos que favorezcanen lugar de torpedear la argumentación racional, el consenso y el entendimiento.

Es útil señalar en este punto que, para Lakoff, la política opera alrededor de “marcos mentales que guían el discurso público. Según explica, “las personas piensan en términos de marcos y metáforas”, esto es, “estructuras conceptuales” que terminan por moldear tanto las políticas públicas como las instituciones diseñadas para su ejecución. Los “marcos” suelen construirse a partir de evocaciones e invocaciones a palabras y conceptos específicos, o a un conjunto de ellos, o bien a corrientes de pensamiento determinadas. Lakoff nos dice que los marcos son relevantes porque, conforme la evidencia empírica disponible, aun cuando los hechos no encajan con los mismos, estos “se mantienen y los hechos se ignoran”; precisa, además, que, una vez “han arraigado, es difícil librarse de ellos”.

Sirva como ejemplo la discusión generada a partir de la propuesta de modificación al Código penal. No deja de ser llamativo que las cuestiones especialmente controversiales (por ejemplo, el aborto en tres causales) fueran examinadas en las cámaras legislativas con el foco puesto en lo identitario y lo teológico, relegando a un plano residual(ísimo) los factores socioeconómicos del asunto –que, estaremos de acuerdo, también tienen mucho que ver—. Así, el marco en que discurrió el debate (quizá por selección estratégica) no fue aquel con el potencial de producir una decisión, acaso, racional o respaldada por datos, sino aquel que reforzó las posturas individuales (e individualmente consideradas) de cada uno de los actores en torno al tema; no fue, pues, el marco propicio para ponernos de acuerdo, sino aquel que precisamente refuerza el desacuerdo ya existente.

Si estos marcos –como dice Lakoff— orientan nuestras políticas y perfilan la operatividad de las instituciones, entonces, efectivamente, es importante identificarlos,reconocerlos. Así puede rastrearse el pulso real de las dinámicas políticas y examinarse con cierta perspectiva la incidencia que estas (y las estrategias comunicacionales que las acompañan) surten en el tejido social y en la deliberación ciudadana. Quizá esto también sea importante, pues, por lo visto, estos marcos –y los juegos que entablamos con ellos—insertan en el núcleo del debate público auténticos enfrentamientos culturales que, más que generar soluciones, tienden a levantar ampollas, a fijar barreras y murallas entre grupos e individuos.

También es cierto que el cambio en los ritmos de la comunicación política estáempujando al político profesional a asumir permanentemente discursos ruidosos y polémicos,buscando con ello mantener cierto protagonismo o vigencia en un contexto saturado de información, likes y tuits. Esto podría servir de explicación, no solo sobre la existencia misma de los “marcos”, sino también sobre su volatilidad. El tono confrontacional, ya lo sabemos, es más “viralizable” que la pausa, el temple y la razón.

Visto el renovado protagonismo del Gobierno central en redes sociales, no es entoncesdescartable que, como efecto macro, tanto representantes como representados nos hayamos embarcado en una espesa dinámica de intercambio de contenidos sin demasiada depuración, saltando de un marco a otro. Así, sería la “economía de la atención” la que, habiéndose apoderado de nosotros de tal manera, marcaría las pautas del lenguaje que empleamos al momento de (intentar) ponernos de acuerdo sobre cuestiones moral y políticamente incómodas.

La otra posibilidad es que estemos asistiendo a una corrosión lingüística profunda. Es decir, que no se trate ya de juegos y estrategias, sino de una degradación natural del lenguaje y la comunicación política, regresión que arrastra consigo, entonces, a los principales estamentos representativos. Contra esto no parece ser demasiado efectivo el voto, mecanismo de control externo por excelencia. La experiencia reciente sugiere que no basta con sufragar cada cuatro años si el lenguaje que utilizamos para comunicarnos políticamente padece semejante desgaste. Acaso un buen primer paso sea, justamente, identificar estos marcos mentales y evitar distraernos demasiado con ellos. Por decirlo de otra forma, quizá convenga mantener el foco y no dejarse arrastrar por el juego, y de paso intentar comprender –como dice Lakoff— que pensar distinto implica hablar distinto.

Una última probabilidad: que padezcamos un problema de cultura política tan hondo (y, acaso, antiguo) que, simplemente, el desenvolvimiento de los distintos actores de la arena política no pueda ser otro que el que ya, lastimosamente, es. Sea una cosa o la otra, me resisto a creer que no podamos trabajar sobre nosotros mismos y enderezar el rumbo.

– PJCH